Prólogo
El concepto “intelectuales” parece difícil de definir.
¿Quién califica?
La interrogante surge de manera ilustrativa en el
ensayo clásico de Dwight Macdonald “The Responsibility
of Intellectuals” (la responsabilidad de los intelectuales). El ensayo es
una crítica amarga y sarcástica de distinguidos pensadores que pontifican sobre
la “culpabilidad colectiva” de refugiados alemanes que apenas eran capaces de
sobrevivir en las ruinas del desastre en tiempos de guerra. Macdonald describe
el desprecio que manifiestan esos pensadores —con una actitud de superioridad
que se han conferido a sí mismos hacia esos sobrevivientes— en contraste con la
reacción de soldados del ejército vencedor, que reconocen la condición humana
de las víctimas y sienten empatía al presenciar su situación. Los primeros son
intelectuales, los segundos no.
Macdonald termina su ensayo expresando ideas sencillas: “resulta valioso ser capaz de percibir lo que tienes enfrente de ti”.
¿Qué decir de la responsabilidad de los intelectuales?
Quienes califican para el título cuentan con un grado de privilegio conferido
por su estatus que les brinda oportunidades por arriba de la norma. Oportunidad
conlleva responsabilidad — lo cual, a su vez, trae consigo opciones, en
ocasiones difíciles.
Una opción es seguir una senda de integridad,
independientemente de a donde pueda conducir. Otra opción es apartar esas
preocupaciones adoptando pasivamente las convenciones instituidas por
estructuras de autoridad. La labor en este último caso consiste en llevar a cabo
fervientemente las instrucciones de quienes llevan las riendas del poder, ser
siervos leales y nobles, no debido a un juicio de reflexión, sino a un
conformismo reflejo. Esa es una manera gentil de escapar a las dificultades
morales e intelectuales y evadir consecuencias dolorosas resultantes del afán
de flexionar el arco moral del universo hacia la justicia.
Las
alternativas parecen familiares. Así podemos distinguir entre los comisarios y
los apparatchiks, y los disidentes que enfrentan las consecuencias — mismas que
varían dependiendo de la naturaleza de una sociedad en particular. Muchos
disidentes son bien conocidos y honrados acordemente, su trato inhumano es
denunciado correctamente con fervor e indignación. Václav Havel, Ai Weiwei, Shirin
Ebadi, y otras figuras distinguidas. También condenamos correctamente a los que
justifican la sociedad perversa, expresando cuando mucho una tibia crítica de
los “errores” de los gobernantes, a quienes describen rutinariamente como benévolos
en sus intenciones.
Otros
no aparecen en las listas de disidentes distinguidos, por ejemplo, los seis
intelectuales latinoamericanos líderes, sacerdotes jesuitas que fueron
brutalmente asesinados por fuerzas salvadoreñas recién actualizadas en su
entrenamiento por fuerzas estadounidenses, obedeciendo órdenes específicas del
gobierno cliente de Estados Unidos. De hecho, eran poco conocidos. Pocos saben
siquiera sus nombres o recuerdan los eventos. La aparición de las órdenes
oficiales de asesinarlos ha quedado pendiente en los medios de comunicación en
los Estados Unidos, no porque sean secretos; fueron difundidos prominentemente
en la prensa española.
Esto
no es la excepción, sino la regla. Los hechos no son desconocidos en lo
absoluto. Son bien conocidos entre activistas que protestan por los horrendos
crímenes de Estados Unidos en Centroamérica, y por académicos expertos. En el
libro Cambridge History of the Cold War, John
Coatsworth escribe que a partir de 1960 y hasta el colapso de la Unión Soviética
en 1990, las cifras de prisioneros políticos, víctimas de tortura y ejecuciones
de disidentes políticos no violentos en América Latina superaron ampliamente a
los de la Unión Soviética y sus satélites europeos.
Cuando
dirigimos nuestra atención hacia la cobertura en los medios y publicaciones
periódicas intelectuales, encontramos que la imagen es manejada a la inversa. Tomando
una de las muchas ilustraciones impactantes posibles, Edward Herman y yo
comparamos la cobertura del New York Times
sobre el homicidio de un cura polaco —cuyos asesinos fueron hallados y
castigados rápidamente— con el homicidio de cien mártires religiosos en El Salvador,
incluyendo el del arzobispo Óscar Romero y cuatro mujeres pertenecientes a una
iglesia, las identidades de sus asesinos fueron ocultadas durante mucho tiempo,
mientras que sus crímenes fueron negados por oficiales estadounidenses y las víctimas
fueron objeto de desprecio oficial. La cobertura del sacerdote asesinado en un
estado enemigo superó ampliamente los homicidios de cien mártires religiosos en
un estado cliente de los Estados Unidos, y fue radicalmente diferente en estilo
del modo como se predijo por un modelo de propaganda en los medios.1 Esto
es solamente una ilustración de un patrón altamente consistente a lo largo de
muchos años.
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