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Responsabilidad de los Intelectuales, Noam Chomsky; Prologo

 


Prólogo

El concepto “intelectuales” parece difícil de definir. ¿Quién califica?

La interrogante surge de manera ilustrativa en el ensayo clásico de Dwight Macdonald “The Responsibility of Intellectuals” (la responsabilidad de los intelectuales). El ensayo es una crítica amarga y sarcástica de distinguidos pensadores que pontifican sobre la “culpabilidad colectiva” de refugiados alemanes que apenas eran capaces de sobrevivir en las ruinas del desastre en tiempos de guerra. Macdonald describe el desprecio que manifiestan esos pensadores —con una actitud de superioridad que se han conferido a sí mismos hacia esos sobrevivientes— en contraste con la reacción de soldados del ejército vencedor, que reconocen la condición humana de las víctimas y sienten empatía al presenciar su situación. Los primeros son intelectuales, los segundos no.



Macdonald termina su ensayo expresando ideas sencillas: “resulta valioso ser capaz de percibir lo que tienes enfrente de ti”. 

¿Qué decir de la responsabilidad de los intelectuales? Quienes califican para el título cuentan con un grado de privilegio conferido por su estatus que les brinda oportunidades por arriba de la norma. Oportunidad conlleva responsabilidad — lo cual, a su vez, trae consigo opciones, en ocasiones difíciles.

Una opción es seguir una senda de integridad, independientemente de a donde pueda conducir. Otra opción es apartar esas preocupaciones adoptando pasivamente las convenciones instituidas por estructuras de autoridad. La labor en este último caso consiste en llevar a cabo fervientemente las instrucciones de quienes llevan las riendas del poder, ser siervos leales y nobles, no debido a un juicio de reflexión, sino a un conformismo reflejo. Esa es una manera gentil de escapar a las dificultades morales e intelectuales y evadir consecuencias dolorosas resultantes del afán de flexionar el arco moral del universo hacia la justicia.

Las alternativas parecen familiares. Así podemos distinguir entre los comisarios y los apparatchiks, y los disidentes que enfrentan las consecuencias — mismas que varían dependiendo de la naturaleza de una sociedad en particular. Muchos disidentes son bien conocidos y honrados acordemente, su trato inhumano es denunciado correctamente con fervor e indignación. Václav Havel, Ai Weiwei, Shirin Ebadi, y otras figuras distinguidas. También condenamos correctamente a los que justifican la sociedad perversa, expresando cuando mucho una tibia crítica de los “errores” de los gobernantes, a quienes describen rutinariamente como benévolos en sus intenciones.

Otros no aparecen en las listas de disidentes distinguidos, por ejemplo, los seis intelectuales latinoamericanos líderes, sacerdotes jesuitas que fueron brutalmente asesinados por fuerzas salvadoreñas recién actualizadas en su entrenamiento por fuerzas estadounidenses, obedeciendo órdenes específicas del gobierno cliente de Estados Unidos. De hecho, eran poco conocidos. Pocos saben siquiera sus nombres o recuerdan los eventos. La aparición de las órdenes oficiales de asesinarlos ha quedado pendiente en los medios de comunicación en los Estados Unidos, no porque sean secretos; fueron difundidos prominentemente en la prensa española.



Esto no es la excepción, sino la regla. Los hechos no son desconocidos en lo absoluto. Son bien conocidos entre activistas que protestan por los horrendos crímenes de Estados Unidos en Centroamérica, y por académicos expertos. En el libro Cambridge History of the Cold War, John Coatsworth escribe que a partir de 1960 y hasta el colapso de la Unión Soviética en 1990, las cifras de prisioneros políticos, víctimas de tortura y ejecuciones de disidentes políticos no violentos en América Latina superaron ampliamente a los de la Unión Soviética y sus satélites europeos.



Cuando dirigimos nuestra atención hacia la cobertura en los medios y publicaciones periódicas intelectuales, encontramos que la imagen es manejada a la inversa. Tomando una de las muchas ilustraciones impactantes posibles, Edward Herman y yo comparamos la cobertura del New York Times sobre el homicidio de un cura polaco —cuyos asesinos fueron hallados y castigados rápidamente— con el homicidio de cien mártires religiosos en El Salvador, incluyendo el del arzobispo Óscar Romero y cuatro mujeres pertenecientes a una iglesia, las identidades de sus asesinos fueron ocultadas durante mucho tiempo, mientras que sus crímenes fueron negados por oficiales estadounidenses y las víctimas fueron objeto de desprecio oficial. La cobertura del sacerdote asesinado en un estado enemigo superó ampliamente los homicidios de cien mártires religiosos en un estado cliente de los Estados Unidos, y fue radicalmente diferente en estilo del modo como se predijo por un modelo de propaganda en los medios.1 Esto es solamente una ilustración de un patrón altamente consistente a lo largo de muchos años.
















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