Transferencia de energía; constructiva en el emisor, destructiva para el receptor

 

Entre mediados de noviembre de 1997 y enero de 1998 (un periodo de tiempo muy breve) recorrí una de las avenidas más importantes de la ciudad donde vivo, de ida y vuelta, al dirigirme a mi lugar de trabajo, y al regresar a casa después de la jornada. Ese empleo acabó mal, renuncié al primer día hábil del mes de febrero de 1998. Ese día vi por última vez a mi “amigo”, compañero de la universidad al que conocí 14 años antes, en agosto de 1983 al ingresar a la universidad. Era él un megalómano al que la vida le había jugado rudo. Un poco más alto que yo (mido 1.78m, él 1.82, algo así) su anatomía era débil en extremo, algo que sus prendas de ropa (pantalón y camisa de manga corta) disimulaban, pero una vez lo vi vistiendo otro tipo de prendas y percibí una gravísima carencia de masa muscular, su anatomía parecía piel sobre huesos.

En contraste, yo era delgado pero mi anatomía era la de un deportista serio. Era un hombre común, que se había entregado a actividad física continua durante más de 15 años (comenzando en la temprana adolescencia) y las diferencias entre nosotros hacían que yo pareciera un prodigio humano. Jamás hice alarde de superioridad, soy enemigo de ese tipo de manifestaciones y en realidad siento desprecio por las personas que van por la vida con actitudes de ese tipo. Pero él, me odió al percatarse de que mis características físicas le hacían sentir una dolorosa inferioridad y buscó refugio a su sufrimiento en el desarrollo de un narcisismo muy patológico, optando por vivir con la ilusión de contar con características intelectuales excepcionales y a futuro, un lugar en la historia. En otras palabras, delirios de grandeza.

No he visto a ese hijo de puta desde aquel lunes 2 de febrero de 1998, es decir, desde hace 25 años y ocho meses. Pero durante seis años y tres meses (menos unas seis semanas de incapacidad entre mayo y junio de 2017) recorrí un trayecto muy parecido (ahora más prolongado) para ir a mi lugar de trabajo y regresar a casa al terminar la jornada, usando la misma ruta de trasporte público, a lo largo de la misma avenida, en un área industrial más lejana, menos densa y menos extensa que durante el muy breve periodo anterior, a finales del siglo pasado.

Durante esos seis años y fracción, practiqué mi deporte (el ciclismo de ruta), recorrí decenas de miles de kilómetros en mi bicicleta, actividad que constituye una potente manifestación de mi libido, mi energía vital.

Esa energía que comencé a manifestar desde la infancia, se intensificó en la adolescencia y fui capaz de continuar durante mi juventud, mi adultez y durante mi edad madura, me ha proporcionado características físicas poco comunes (si bien tengo en mente que mis capacidades y esa apariencia siguen siendo las de un hombre común, no las de un individuo excepcional, algo en lo que hago énfasis pues quiero dejar en claro que el narcisismo que presento es benigno, realista, no patológico como los individuos dañinos por quienes siento un profundo desprecio), que han lastimado la sensibilidad de individuos débiles, física e intelectualmente ineptos (mayoría en mi entorno, en una nación sobrepoblada por personas que parecerían haberse dado a la tarea de demostrar que la inferioridad racial sí existe) y ello ha provocado en esas personas (en su mayoría del género masculino, “hombres”) una furia impotente, acompañada del deseo de hacerme el mayor daño posible, para lo cual se han valido de violencia manifestada cobardemente como ha sucedido en entornos laborales, mediante acoso.

Y esa energía que menciono en el párrafo anterior, para mí benéfica, fortalecedora, constructiva, al ser el origen de la envidia despertada en mis antagonistas, con el deseo irrefrenable de hacerme daño, sin importar las consecuencias que sus actos puedan causar a mi persona, se transfiere a ellos como energía destructiva y les afecta causando diferentes efectos y alcances.

Mis principales antagonistas han muerto, o están arruinados. Su deceso, provocado (en forma de suicidio) o como resultado de su deterioro físico y mental, no deberá significar nada para mí, si llego a enterarme.

No soy un hombre cruel, mucho menos peligroso. Más bien, no soy inofensivo.









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