Derrotar a tres antagonistas que intentaron aniquilarme, 3ª parte
Practiqué la carrera a pie durante unos ocho años,
entre los 16 y los 24 años de edad. Hacia el final de ese periodo, comencé a
alternar esa actividad deportiva (la carrera pedestre) con recorridos en
bicicleta, porque correr en superficies duras había dañado mis talones de
Aquiles y eso me obligó a abandonar ese primer deporte. A los 26 años de edad,
me inicié en el ciclismo de ruta.
La práctica de ese
segundo deporte me procuró un aumento en la musculatura de mis piernas y un
incremento en su definición. Por lo demás, mi vida era difícil porque no
trabajaba, no contaba con ningún ingreso, mi soledad y mi aislamiento se habían
intensificado, vivía sumido en una grave violencia intrafamiliar padeciendo estados
depresivos severos, había desarrollado una patología grave, de lo cual me
enteraría 18 años más tarde, pese a haber contado con atención psiquiátrica
desde esa época, a partir del año 1990.
Perdí el contacto
con David en 1987 (cuando el egresó de la universidad) y nos encontramos otra
vez en agosto de 1991, en la que fue nuestra alma máter. Reanudamos nuestra amistad, nos reuníamos esporádicamente,
pero nuestra convivencia fue siempre difícil. Él no disimulaba la furia que le
provocaba percibir en mí una apariencia mucho mejor a la suya. Por añadidura,
al dialogar, David encontraba que mi nivel intelectual/cultural era muy
respetable —más bien sobresaliente— y la frustración que provocaba no ser muy
superior a mí daba lugar a un discurso agresivo y violento.
Debí alejarme de
ese mal individuo, pero por mi juventud, poca experiencia de vida, no fui capaz
de percatarme de que una relación con una persona como esa no tendría ningún efecto
positivo en mi vida, y en lugar de ello, podía dar lugar a algún acontecimiento
lesivo, grave. Pese a no percibir todo eso de una manera consciente, sí se
gestaba un malestar intenso en mi psiquis, el presentimiento de que en un
futuro no muy lejano, sucedería algo que provocaría una catástrofe. Y eso
sucedió.
A mediados de ese
año, 1998, unos cuatro meses de haber sido apuñalado por la espalda por mi amigo David, el megalómano, con 34 años
de edad, viajé a una ciudad fronteriza, buscando un empleo en la industria
maquiladora electrónica. Esa fue la tontería más grande que jamás cometí. No
había sido capaz de conseguir trabajo en la ciudad donde vivía en casa de mis
padres –lo cual no imposibilitaba que lo obtuviera en otra área geográfica—
pero ahí debía pagar renta o alojamiento, alimento, transporte, etc.
Mi padre orquestó
(con ayuda de mi madre) una infamia enorme en la que participó toda mi familia,
me negó una ayuda económica mínima (apenas para pagar lo más necesario mientras
llegaba ese empleo) y con ayuda de mi pareja (una relación que había comenzado
dos años antes) pude regresar a mi ciudad de origen. A partir de entonces,
agosto de 1998, viví en soledad, enfermo, padeciendo una patología muy grave
(sin tener la menor conciencia de ello), en una pobreza que involucraba hambre,
etc. El sufrimiento psíquico que eso trajo consigo dio lugar a un estado
depresivo muy profundo y a una desesperación que muchas veces me puso al borde
del suicidio.
Pasaron los años,
intenté regresar a la maquiladora electrónica ingresando como operador (eufemismo
de la palabra obrero) un trabajo denigrante, para una vez dentro de la
compañía, informar que contaba con estudios de ingeniería, una muy buena
formación académica, y que era bilingüe, dominaba una lengua extranjera, el
inglés. Mis esfuerzos fueron en vano, no me llevaron a nada, seguí por una senda
de soledad y sufrimiento. La violencia perpetrada por mi padre y muchas otras
personas siguió presente sin que yo tuviera conciencia de que el autor de mis
días era un psicópata que había hecho labor de equipo con ese amigo megalómano —pese ser prácticamente
desconocidos y apenas haber cruzado palabra alguna vez, muchos años antes.
Hasta ese momento,
esos dos individuos que adolecían de graves patologías narcisistas me habían
atacado con intenciones homicidas. La vida me deparaba más dificultades de ese
tipo.
En abril de 2015,
al llegar a 51 años de edad, ingresé a una empresa farmacéutica desempeñando el
puesto de traductor inglés-español, 17 años después de haber perdido ese primer
empleo de toda mi vida y haber iniciado la caída a un precipicio, lo que casi
me mató. Los primeros dos años en esa compañía fueron difíciles, pero podía
manejar esa adversidad. Unos días después de cumplir dos años en la empresa,
sufrí un accidente en la práctica de mi deporte, el ciclismo de ruta, me rompí
la clavícula y eso me mantuvo incapacitado durante seis semanas. Al regresar de
ese periodo de incapacidad, un mal individuo, que presentaba características típicas
del trastorno narcisista de la personalidad —bien conocido por toda la compañía
como una persona muy dañina—, encontró un pretexto para comenzar a violentarme,
y se dedicó a acosarme laboralmente con la dedicación que lo caracterizaba.
Para ese entonces,
yo había sobrevivido, había aprendido de la experiencia y de mis lecturas sobre
salud mental y la naturaleza humana, su destructividad, y eso me dio elementos
para repeler una agresión permanente perpetrada por ese canalla y su nubecilla
de monos voladores, los allegados que
se habían enamorado perdidamente de su jefe y realizaban labor de acoso por
representación (bullying by proxy).
Fui objeto de esa
violencia durante años, me negué a aceptar la injusticia que involucraba que el
personal encargado de atender ese tipo de asuntos en la empresa (recursos
humanos) manejara el acoso como inexistente, una manifestación de mi patología
mental y se me estigmatizara describiéndome como un individuo enfermo que
imaginaba que el mundo lo violentaba y todas las personas a su alrededor
querían hacerle daño.
Hice lo que tenía
derecho a hacer y el principal acosador (en quien he identificado
características psicopáticas) enfrentó consecuencias gravísimas, se encontró
con que el objeto de sus ataques no era un individuo débil y atacarlo trajo
como consecuencia su propia destrucción.
Otras personas
fueron arrastradas en la caída, y pese a haber perdido mi empleo (lo que
consumó una enorme injusticia) resulté vencedor.
Finalmente he
asimilado todo esto, parezco haber superado el trance difícil y la recuperación
definitiva se convierte en una realidad.
He conseguido más
que sobrevivir
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