3:50 horas de este segundo domingo del año 2024.
Empiezo a sentir una mejoría que podría ser definitiva. Mi neurosis (así se
clasifica mi trastorno de personalidad, límite) parece desvanecerse. La
sintomatología, la obsesión, trenes de pensamiento enloquecedoramente
repetitivos (presentes en mi mente la mayor parte del tiempo,
independientemente de lo que está haciendo), la furia y el resentimiento hacia
las personas que me hicieron daño, etc., se presentan con menos frecuencia y
cuando sucede, los sentimientos asociados son mucho menos intensos.
Pensé en David
Iturbe, el individuo al que conocí hace 40 años, en agosto de 1983 al ingresar
a la universidad donde cursé una licenciatura en ingeniería que no fui capaz de
concluir. Hace casi 26 años, el lunes 2 de febrero de 1998, renuncié a mi
primer empleo de toda mi vida (al que había ingresado un lunes 17 de noviembre
de 1997, con 33 años y medio de edad) porque ese megalómano me atacó con furia
homicida, cuyo origen era la lesión narcisista. Ese canalla sentía que yo
contaba con capacidades físicas (que parecían excepcionales, cuando en realidad
eran las de un individuo común) porque se las había arrebatado. A él, la vida
le había jugado rudo, su masa muscular era escasa en extremo, y siendo un
hombre delgado, la proporción de tejido adiposo predominaba en su anatomía de
escaso peso corporal. Era lo que coloquialmente se conoce como una persona gordiflaca.
Pensé en ese mal individuo cuando intentaba
conciliar el sueño, hace algunas horas, y me encontré con que ya no siento esa
furia que surge de que al despojarme de mi empleo, pegarme un golpe descomunal
a traición, por la espalda, teniéndolas todas consigo (acto de una cobardía y una
vileza gigantescas) dio inicio a una caída que casi destruyó mi vida. A
mediados de ese año, mi padre psicópata haciendo equipo con mi madre que
parecía una enferma psicótica (tal vez una esquizofrénica) completaron la agresión
brutal y mandaron mi existencia a un precipicio.
Como dije en el
párrafo anterior, ya no siento una furia intensa contra ese Judas,
principalmente porque algo cambió en mi percepción al pensar en ese infame. Me
había provocado mucho sufrimiento pensar que me hizo algo terrible y siguió con
su vida quitadísimo de la pena, mas
de pronto, al recordar a ese alfeñique narcisista, lo visualicé como un tipo
que siguió una senda de destructividad que lo conduce a un destino aterrador
que de ninguna manera será capaz de evitar, se dirige a un precipicio y no
puede detenerse.
Cuando vienen a mi
mente el psicópata que me acosó laboralmente en ese empleo que desempeñé entre
abril de 2015 y agosto de 2021, en una empresa del ramo farmacéutico (algo
terriblemente dañino, generador de enfermedad, sufrimiento y muerte) con su
nubecilla (harén) de enamorados que participaron en esa violencia (monos
voladores), lejos de sentir furia e impotencia, los contemplo como a personas
que están perdidas irremediablemente, condenadas a destruirse a sí mismas. Lo
que hicieron no fue otra cosa que una manifestación de debilidad extrema,
miseria; son la clase de personas que no necesitan enemigos.
A partir de que se
me despojó de ese empleo, cuando se consumó una enorme injusticia, me he dado
cuenta de que todas esas personas que perpetraron ese tipo de violencia (de una
manera por demás cobarde), fueron manipuladas por el acosador (narcisista,
psicópata) y se prestaron a eso, porque estaban predispuestas, y la razón de
eso eran las diferencias enormes entre ellas y yo.
En el departamento
al que pertenecí (el más importante de la compañía, donde se desarrollaban los
nuevos productos farmacéuticos), yo era el de mayor edad. La directora de ese
departamento era dos años y cinco meses menor que yo. Algunos compañeros (muy
pocos, tal vez tres) habían nacido en la década de los años 1970, y la mayoría
alrededor del año 1984; es decir, la diferencia de edad entre ellos y yo era de
un poco más o un poco menos de 20 años, considerable.
Y sin embargo, yo
era más alto que la mayoría, más delgado, mi aspecto era el de un hombre
físicamente apto, mi fisonomía la de un hombre caucásico (que no soy, sino un
mestizo); se me identificó como un empleado altamente eficiente, que trabajaba
muy rápido y muy bien, muy responsable, con una excelente formación académica y
en las evaluaciones anuales obtenía puntuaciones muy altas. Además, gané casi
todos los bonos de productividad, puntualidad y asistencia.
Cuando conversaba
con compañeros con quienes tenía buena relación personal (principalmente de la
división “desarrollo analítico”, laboratorio) quien se encontraba cerca
escuchaba la conversación (siempre breve) y llamaba mucho la atención el nivel
de esa comunicación, hablábamos de historia, literatura o temas afines. Se
rumoraba que yo era culto y llamaba la atención mi capacidad de redacción, mi
conocimiento de dos idiomas (mi trabajo consistía principalmente en traducir del
inglés al español documentos de los activos farmacéuticos) e incluso, la mujer
que encabezaba ese departamento se refirió una vez a mí como un doctor en ortografía. Ella misma me
calificó como demasiado inteligente,
y cerca del final me dijo que resulté más inteligente que todos nosotros juntos (refiriéndose a ella y personal de recursos
humanos) por las acciones que tomé para que mi agresor, el psicópata acosador,
enfrentara consecuencias acordes con lo que hizo, algo extremadamente grave.
Ese conjunto de
características mías lastimaron profundamente a individuos del género masculino
que pese a su juventud (se hallaban en la década de sus años 30s), se mostraban
físicamente débiles e inaptos, contaban con una pésima formación académica,
eran incompetentes, analfabetos funcionales, de intelecto muy deficiente
(deplorable) y de aspecto amorfo, asexuado o afeminado. Esto último se ha
generalizado en estos tiempos que parecerían apocalípticos, abundan los varones
que parecieran tener niveles de hormonas andróginas correspondientes al género
femenino, igual que sus niveles de estrógenos.
En resumidas
cuentas, el acosador y su nubecilla de maricas, los monos voladores, sentían su
inferioridad y el dolor psíquico que les provocaba esa conciencia los motivó a
participar en el acoso. A lo largo de toda mi vida —desde mi temprana infancia—
características poco comunes han motivado a individuos mentalmente débiles a
atacarme. Un padre psicópata comenzó a dañar mi salud mental desde mi más
temprana infancia y eso me colocó en una grave situación de vulnerabilidad a lo
largo de las diferentes etapas de mi vida.
No obstante, hoy
14 de enero, a tres meses y 13 días de cumplir 60 años de edad, siento que me
he recuperado. Mis antagonistas fallaron al intentar destruirme, o por lo menos
arruinarme, puedo dejar de odiarlos, de pensar en ellos, de imaginar que les
hago pagar su osadía optando en cambio por dejar que el destino se haga cargo,
pues en realidad la injusticia no es tan prevalente como me había parecido
durante la mayor parte de mi vida.
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