Mi presencia en entornos destructivos

 

Han pasado más de dos años desde que fui despedido, aquel día de agosto de 2021 en que se consumó una injusticia muy grande y perdí mi empleo por no haber aceptado la impunidad obsequiada a mi agresor. El dinero que recibí como liquidación se ha terminado y vuelvo a vivir dependiendo de alguien. Espero ser capaz de resolver esta situación pronto, pero no quiero volver a trabajar como empleado, una situación muy desfavorable que puede fácilmente convertirse en algo horrible.



Leí recientemente el libro el miedo a la libertad de Erich Fromm, que había leído hace unos 27 años, y ahora leo de manera desordenada anatomía de la destructividad humana, también de Fromm. Al leer el capítulo 13, agresión maligna. Adolfo Hitler, caso clínico de necrofilia (capítulo bastante extenso, de 61 páginas) me encuentro con unas líneas que dicen, textualmente: … observaciones clínicas hechas anteriormente a propósito de las personas extremadamente narcisistas, cuando son derrotadas. Por lo general no se reponen. Como su realidad interna, subjetiva y la externa, objetiva, quedan completamente separadas, pueden hacerse psicóticos o padecer otros graves trastornos mentales.

Pensé en un individuo al que me había hecho el propósito sacar de mi mente, el compañero en ese empleo en la industria farmacéutica, licenciado en química, que me acosó laboralmente, me hizo la vida difícil a partir de junio de 2017 en que regresé a mi actividad tras una incapacidad de seis semanas por una lesión (fractura de clavícula sufrida en la práctica de mi deporte, el ciclismo de ruta), cuyos efectos alcanzaron su mayor gravedad en octubre del año siguiente (es decir, cerca de 16 meses más tarde) cuando el narciso incurrió incluso en la comisión de delitos, difamación de honor, daño moral, y las autoridades de la empresa (recursos humanos) manejaron el asunto como si nadie me hubiera hecho nada y mi percepción de haber sido violentado hubiera sido una manifestación de mi trastorno mental (TLP).

El hecho es que en octubre de 2018 yo contaba con 54 años de edad, lo cual involucraba una experiencia de vida considerable en la que figuraban de manera importante vivencias terribles como objeto de violencia perpetrada por individuos narcisistas. El más importante, mi padre, un psicópata. En la primera parte de la cuarta década de mi vida, con 33 años y medio de edad, un “amigo”, excompañero de la universidad, me contrató para el primer empleo de toda mi vida, al que ingresé en noviembre de 1997 y dos meses y medio más tarde, el megalómano exorcizó sus demonios y me agredió verbalmente, pegándome donde más me duele. El primer lunes de febrero de 1998 presenté mi renuncia y comenzó una caída que mis padres consolidaron seis o siete meses más tarde, y ello casi destruyó mi vida.

Ese empleo en la industria farmacéutica llegó 17 años más tarde, cuando yo ya había perdido la esperanza. Había llegado al medio siglo de vida sin haber sido capaz de convertirme en una persona productiva, sin la capacidad de ganarme la vida, dependiendo económicamente de otras personas, en pobreza y señalado y estigmatizado como un “mantenido”. Había intentado trabajar, incluso ingresando en compañías de la maquiladora electrónica como operador (eufemismo de la palabra obrero), algo que no me llevó a nada, y había desempeñado también otros trabajos denigrantes como empleado en un almacén de venta al por menor (retail) y en una tienda de conveniencia.

Mi condición de hombre improductivo intensificó la soledad que me caracterizaba —tan dolorosa que pudo ser el detonante para que me quitara la vida— y me llevó a perder la voluntad de vivir en dos ocasiones; la primera cuando volví a fallar en la universidad al intentar concluir una licenciatura en ingeniería; la segunda once años más tarde, cuando murió mi hermana menor, tres días después de que yo cumplí 42 años de edad.

A principios de la segunda década de este siglo XXI, era yo un hombre solitario, improductivo, taciturno que padecía una neurosis muy grave (un trastorno límite de la personalidad) a quien ya no le quedaba nada en la vida y solamente esperaba que las cosas se pusieran demasiado difíciles para ponerle fin.

Un día a mediados del año 2011, con 47 de edad, me encontraba en un parque cercano a mi vivienda. Una vecina se asomó desde lo alto y al reconocerme con mis mascotas (dos perritas) se acercó a mí con las suyas (otros perros) y caminamos por el parque durante unos 40 minutos. Platicamos (casi no nos conocíamos, aunque ella sabía que yo vivía solo y en una situación económica bastante difícil). Ella me preguntó cuál era mi ocupación, yo respondí que era traductor independiente (free lance). La primera parte de eso era cierta (soy traductor inglés-español); la segunda no. Vivía sin trabajar y dependía económicamente de la que se convirtió en mi hermana menor cuando murió la última en el orden de los nacimientos, cinco años antes.

Dos años más tarde, esa vecina me preguntó si seguía con mi actividad profesional, la traducción. Yo respondí afirmativamente y ella me pidió mis datos para ponerme en contacto con una amiga que estaba haciendo traducciones para una compañía fabricante de productos farmacéuticos. En marzo de 2014 (con casi 50 años de edad) comencé a trabajar en mi casa traduciendo documentos para ese rubro. Mi buena formación académica me ayudó en esta tarea nueva para mí, pues la farmacéutica me era algo ajeno, pero además del dominio de esa lengua extranjera (el inglés) comprendía muchos términos técnicos y eso facilitó el aprendizaje. Un año más tarde, en abril de 2015, tras la ruptura con esa mujer que me había dado trabajo (abusando, pagándome demasiado poco) busqué en internet y encontré una vacante en una empresa de ese giro, farmacéutico. Envié un correo electrónico y en unos cuántos días se concretó la contratación. Pareció lo más afortunado de toda mi vida. Mi fecha de ingreso (lunes 27 de abril de 2015) coincidió con mi quincuagésimo primer cumpleaños, algo que pareció significativo.

Mi puesto, químico traductor, era poco importante, si bien, era considerado de “alto impacto”, pues el material con que yo trabajaba formaba parte de la documentación que se enviaba a la autoridad gubernamental regulatoria cuya función es la prevención de riesgos sanitarios. No ganaba mucho dinero, pero habiendo vivido en pobreza grave (que involucraba hambre), recibir una cantidad de dinero cada 14 días transformaba lo que había sido mi realidad durante muchos años (décadas, de hecho) y me proporcionaba una estabilidad económica muy merecida, por haberme esforzado muchos años para obtenerla, algo que me fue negado principalmente por mi trastorno mental en combinación con la violencia perpetrada por personas significativas, mis padres y el resto de mi familia, compañeros de trabajo (durante los breves periodos laborales) y personal médico, principalmente especialistas en psiquiatría.

Ahora que contaba con un empleo que no era para mí del todo satisfactorio, pero me daba para vivir y me proporcionaba esa estabilidad económica que merecía, me topé con un individuo profundamente narcisista, muy dañino, que valiéndose de maledicencia, chisme, intriga e incluso difamación, me atacó con saña con intención de que perdiera mi empleo incurriendo incluso en la comisión de delitos.

Este enfermo mental era protegido por una mujer que había secuestrado a la empresa y su poder en ese lugar parecía ilimitado. El personal de recursos humanos se vio imposibilitado para hacer su trabajo y el director de ese departamento, con uno de sus subalternos (el médico de la empresa) se puso de rodillas y se sumaron a la infamia perpetrada por el narciso y su protectora, otra delincuente.

Esa misma mujer me identificó como un hombre muy inteligente (ella misma lo expresó así, con esas palabras, hallándonos en su oficina con la puerta cerrada) pero no fue capaz de comprender lo que ello implicaba. Obsequiando impunidad a su intocable, no se dio cuenta de que mis respuestas a sus agresiones iban a ocasionar consecuencias verdaderamente graves para él, que lo llevarían a perder su trabajo (con una antigüedad laboral de 14 años) y la arrastraría a ella en la caída.

No sé si esa mujer está en la cárcel, prófuga, muerta o tal vez padeciendo los efectos de un accidente cerebro-vascular. Intuyo que la empresa quedó arruinada (las sanciones aplicadas por las dependencias gubernamentales encargadas del cumplimiento de normatividad y leyes debieron ser muy graves) y otros individuos despreciables como el médico de la empresa acabaron hechos pedazos. El narciso debe haber sido despedido sin liquidación porque su baja fue justificada, a lo cual es poco probable que sobreviva. Si el revés no lo mata, acabará arruinado, padeciendo una psicosis para lo que le quede de vida, tal vez convertido en un indigente.

Sea lo que sea que suceda a esas personas, no lo lamentaré. No sé si algún día me vaya a enterar de cuáles fueron sus respectivos destinos, pero empiezo a darme cuenta de que la vida me ha colocado en entornos en los que ha privado la injusticia y mi presencia, ser objeto de violencia injustificada ha dado lugar a que eso cambie, a que se haga justicia.

Esto podría parecer irreal, tal vez incluso una manifestación de insania, pero yo sé que no es así. Muchos fenómenos en el cosmos existen. Que no puedan ser explicados no cambia nada.

Ser un factor que modifica una terrible realidad de injusticia que en muchas personas provoca desesperanza, es para mí una satisfacción y una motivación para seguir adelante.









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