Evitar volver a golpear a mis enemigos, aunque lo merezcan

 

En la entrada anterior me referí a esas palabras textuales de Erich Fromm en ese capítulo 13 de su libro el miedo a la libertad en que hace un análisis de Adolfo Hitler, caso clínico de necrofilia. Ese terrible personaje de la historia –Hitler- era también, por supuesto, en caso extremo de narcisismo. Entonces, Fromm menciona esas palabras con que abrí la entrada anterior:

observaciones clínicas hechas anteriormente a propósito de las personas extremadamente narcisistas cuando son derrotadas. Por lo general no se reponen. Como su realidad interna, subjetiva y la externa objetiva, quedan completamente separadas, pueden hacerse psicóticos o padecer otros trastornos mentales.

Leer esas líneas me trajo a la mente ese mal compañero que me agredió laboralmente durante más de cuatro años (en quien identifiqué un trastorno narcisista de la personalidad) que contaba con amplios antecedentes de acoso y era conocido por toda la compañía como una de las personas más dañinas, protegido por su jefa directa (directora del departamento al que él, yo y otros sesenta y tantos empleados pertenecíamos) que contaba con el mayor poder en el entorno, incluso superior al de los dueños.

La idea que intentaba expresar es que ese individuo despreciable (19 años menor que yo) resultó carecer de la inteligencia y claridad de pensamiento para asimilar uno de los dichos de la sabiduría popular: no hay enemigo pequeño. Mi experiencia de vida me había permitido aprender, si bien faltaba tiempo todavía para que pudiera contar con una clara perspectiva de lo que fue mi existencia, y en particular, las consecuencias tan graves de la violencia que perpetraron personas muy destructivas desde el inicio, desde mi más temprana infancia.

Cuando comenzó el acoso laboral, a mediados de 2017, yo había cumplido 53 años de edad. Mi padre había muerto nueve años y medio antes (en diciembre de 2007) y otros personajes infames como mi “amigo” el megalómano, me había asestado una puñalada por la espalda 19 años antes, en enero de 1998.

Desde mi infancia, personas cercanas a mí habían identificado un cociente intelectual alto (si bien nunca se determinó, algo que en realidad no me interesa). No obstante, mi paso por la escuela fue difícil en todos aspectos, algo dificultó el aprendizaje y mi historial académico (notas) parecerían indicar que mi caso era el de un individuo que apenas libraba la deficiencia mental, su IQ apenas superaba el límite inferior.

Pienso que esto se debió a la violencia en que viví casi desde que era un bebé, perpetrada principalmente por mi padre, con la inconciencia y la coparticipación de mi madre. Con el paso del tiempo, muchas personas (invitadas por mis padres) se sumaron a esa violencia. Esto debió causar una seria afectación cognitiva que afectó gravemente mi desempeño académico, la adquisición de conocimiento, aprendizaje.

Enfrenté esas dificultades convirtiéndome en un autodidacta, y sin embargo, no fui capaz de concluir mis estudios, una licenciatura en ingeniería. Pero sí fui capaz de aprender muchas cosas, tanto en lo académico como en conocimientos para la vida. Las experiencias tan dolorosas que se derivaron de la violencia perpetrada por mis padres y muchas otras personas —en particular individuos que presentaban patologías narcisistas— me fortalecieron y aprendí a identificar a ese tipo de destructividad.

Antes de ese narciso que me acosó laboralmente, hubo otros personajes como mi padre psicópata y mi madre desequilibrada que hizo equipo con ese hijo de puta, pero por su grave patología (que parecería una psicosis) no tuvo conciencia de ello y en consecuencia no habría podido evitarlo. Esos otros personajes fueron tres médicos psiquiatras que me atendieron entre 1990 y 2006, es decir, durante 16 años y ninguno de ellos me informó que vivía en un entorno familiar terriblemente destructivo (algo que mató a mi hermana menor, con 33 años y medio de edad), que mi padre era un psicópata, que mi madre vivía con un muy evidente síndrome de Estocolmo, además de otras alteraciones mentales graves, y que yo mismo padecía una patología grave, un trastorno límite de la personalidad (TLP).

El segundo de esos médicos psiquiatras, originario de Santiago de Chile, que estudió su licenciatura en medicina y su especialidad en psiquiatría en mi país, adorador del genocida Augusto Pinochet (algo que diría mucho sobre él) murió hace once años, en octubre de 2012, víctima de sí mismo. Su tabaquismo le provocó un cáncer que lo fulminó en un tiempo breve, algo que no lamento en lo más absoluto.

El primer psiquiatra infame fue un individuo que estudió en la misma universidad que el anterior, fascista, adoradora de Hitler y su nacional socialismo, y cursó su especialidad en psiquiatría en Nueva York, en un Albert Einstein College of Medicine.

El tercer y último psiquiatra delincuente también estudio medicina en esa universidad fascista y cursó su especialidad en un país centroamericano. Su origen étnico racial es a todas luces indígena, su aspecto en extremo precario. Parece razonable suponer que esas características lo sumieron en entornos dominados por violencia de tipo racial, señalado por ese origen étnico, estigmatizado y segregado, lo cual debió producir un sufrimiento intenso, resentimiento, odio y la necesidad de vengarse. Al convertirse en médico psiquiatra, encontró en sus pacientes a personas vulnerables, candidatos ideales para descargar en ellas su resentimiento, su odio, su destructividad. En mi caso, evitó comunicarme (y a mis padres) que mi patología es muy grave y (lo más importante) se da mucho que quienes la padecen vivan sin trabajar, no sean capaces de convertirse en personas productivas y por lo tanto independientes, algo que a mi manera de ver, equivale a dirigirse hacia un precipicio sin poder detenerse.

En septiembre de 2006, hace 17 años, cuatro meses después de la muerte de mi hermana menor (algo que dio lugar a un duelo que me tomó muchos años superar), ese psiquiatra infame, horrendo aborigen, me recibió en la institución pública donde trabajaba (me había atendido durante once años, entre 1995 y 2006 en su consultorio particular) y ahí se despojó de toda inhibición, manifestó su perfidia sin el menor pudor y me asestó la última puñalada describiéndome como un hombre que optó por no trabajar, no esforzarse y esperar que todo le cayera del cielo por su linda cara.

Esa fue una enorme vileza porque ese individuo inmundo, médico psiquiatra de nombre Flavio, sabía que durante mi paso por la universidad (con unos 20 años de edad) comencé a convertirme en un autodidacta, a encerrarme en mi dormitorio durante jornadas muy largas a estudiar matemáticas, física y materias de ingeniería, regresando a lo más básico para superar mis deficiencias académicas y poder avanzar y hacerme de una buena formación. Eso mismo había comenzado a hacer durante mi infancia, en lo referente a mis dificultades ocasionadas por problemas de motricidad y coordinación, comenzar a ejercitarme para intentar superar esa adversidad, lo cual me llevó en la adolescencia a convertirme en un deportista, haciendo uso de un mecanismo de defensa positivo (la compensación) durante muchos años en circunstancias muy difíciles.

Decir que yo merecía vivir en pobreza, con mala salud (sin siquiera saberlo), en soledad, señalado y estigmatizado por muchas personas que no tenían ningún derecho a juzgarme y el modo como yo vivía no les afectaba en lo más absoluto, constituyó una agresión grave perpetrada por este psiquiatra aborigen al que yo nunca consideré inferior e incluso (en un nivel de ingenuidad o estupidez inconcebible) había llegado a estimar.

Resurge el deseo de hacer pagar a esos malos individuos por sus malas acciones, pero en lugar de ello, escribiré la historia de mi vida para amalgamarla con propuestas para prevenir la enfermedad mental o para superarla si ya se padece.



Leer y estudiar la obra de Erich Fromm (a quien tengo en un pedestal), su concepto del hombre (ser humano), su naturaleza, su potencial para el amor y su destructividad, me da una perspectiva de la vida que puede ayudarme a seguir adelante, habiendo perdido la voluntad en dos ocasiones.

Me dispongo a intentarlo








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