Derrotar a tres antagonistas que intentaron aniquilarme, 2ª parte
David y yo
ingresamos a una universidad privada en agosto de 1983. Yo contaba con 19 años
de edad, él era un año menor. Durante el primer año (los primeros dos
semestres) casi no convivimos. A partir del inicio del cuarto semestre,
comenzamos a interactuar y en algún momento, él se dio cuenta de que yo era un
deportista serio, practicaba la carrera pedestre, medio fondo; el entrenamiento
incluía sesiones en las que recorría de ocho a 14 km, ejercicios en pista,
intervalos, cosas así.
Una vez, David me
visitó en mi casa. Yo llevaba puestos shorts y él se percató de que pese a mi
delgadez (1.78 m de estatura, 69 kg de peso), la musculatura de mis piernas era
potente y muy definida. La expresión de su rostro y el modo como se condujo
durante esas horas que estuvo en mi vivienda, traicionó sus intentos por
disimular un malestar demasiado intenso. Yo no le di mucha importancia al
asunto, pero quedó en mi memoria.
Poco tiempo
después, en vacaciones de verano, pasé por su casa. Él no me esperaba, yo iba
acompañado por mi hermana gemela (ella y yo teníamos 22 años de edad).
Introduje el automóvil en la cochera de esa vivienda, toqué la puerta, y
esperando que abrieran, comenté algo con mi hermana. De pronto advertí la
presencia de un sujeto en el umbral de la puerta de entrada, un anciano
septuagenario vistiendo pantalones cortos y una camiseta sin mangas. Sus brazos
y sus piernas eran delgados en extremo, huesos cubiertos de piel, como si
padeciera una desnutrición grave. Quedé estupefacto, en silencio, incapaz de
pronunciar palabra por la impresión de lo que tenía enfrente. De pronto oí la
voz del individuo en el umbral —que yo percibí como un anciano septuagenario
que parecía padecer una desnutrición grave— y me percaté que era David, que en
ese momento contaba con 21 años de edad.
Él era un buen
estudiante, contaba con un buen cociente intelectual, aprendía matemáticas,
física y materias de ingeniería sin mucha dificultad. En contraste, mi
desempeño académico era deplorable. David se graduó en cuatro años (el tiempo
reglamentario, ocho semestres) y un año más tarde se tituló. Yo dediqué muchos
años a estudiar, para lo cual me convertí en un autodidacta, y pese a esos esfuerzos,
no fui capaz de concluir mis estudios, mi licenciatura en ingeniería.
Parecería que ese “amigo”
era intelectualmente superior a mí, pero la inteligencia parece ser algo muy
complejo, como si se diera por áreas del conocimiento. En todo aquello que
involucrara números y conocimientos de ese tipo, él era muy competente, mas en
otras áreas del intelecto, mostraba deficiencias graves.
Por mi parte,
siempre mostré una facilidad innata para todo aquello que tuviera que ver con
lectura / escritura, y como autodidacta (principalmente) aprendí a fondo una
lengua extranjera, el inglés.
En septiembre de
1997, David estaba a punto de renunciar a un empleo en una empresa electrónica
estadounidense para desempeñar un puesto de gerencia en una maquiladora. Su
motivación para irse de una empresa muy respetada, optando por laborar en una
empresa de bajo nivel donde se ensamblaban componentes y dispositivos
electrónicos, era ser seducido por las jerarquías, su necesidad de sentirse
importante, delirios de grandeza. En una empresa de bajo nivel sería más fácil
ascender en la jerarquía.
Yo estuve en su
casa un día entre semana, habiendo acordado reunirnos ahí. David había
terminado su jornada laboral, se encontraba en una habitación del departamento
que habitaba con su esposa y su primer hijo, recién nacido. Él se había quitado
la camisa y vestía una camiseta de manga corta. Sus brazos eran delgados y
flácidos en extremo; bajo las axilas, comenzaban los rollos de grasa (llamados
coloquialmente “lonjas”) pese a su delgadez, su escaso peso corporal. Esa
carencia de masa corporal parecía anómala, pero me imagino que caía dentro de
lo que se considera normal. David era una persona gordiflaca, que pese a no tener un gramo de sobrepeso, una proporción
alta de su masa corporal se componía de tejido adiposo; una parte mínima, de
masa muscular.
Este individuo
narcisista pretendía compensar esa carencia, esa debilidad física extrema, imaginando
que sus capacidades intelectuales eran formidables y la historia le tenía
reservado un lugar de honor.
Cuando David me
contrató para ese primer empleo de toda mi vida (yo tenía 33 años de edad, él
32 y había ejercido durante 10 años), yo imaginaba que en ese rubro,
maquiladora electrónica, los profesionales (ingenieros principalmente) contaban
con una preparación académica sólida —de primera— y eran bilingües, dominaban
el idioma inglés.
Grande fue mi
sorpresa al percatarme de que mis compañeros, los integrantes del departamento
de ingeniería, eran capaces de realizar sus tareas asignadas porque las habían
desempeñado durante años —en realidad, las funciones que realizaban eran muy
sencillas, no requerían conocimientos propios de la educación superior— habían
asistido a instituciones educativas sin aprender mucho. Respecto a dominar una
lengua extranjera, su conocimiento de su lengua materna, el español, era muy
deficiente; su conocimiento del idioma inglés era precaria en extremo.
Yo me había
quedado lejos de concluir mis estudios, pero mi formación académica era muy
sólida, de primer nivel. Respecto al idioma inglés, lo hablaba, lo escribía y
lo traducía. Cuando me relacionaba con extranjeros en el entorno laboral,
llamaba la atención la fluidez con que hablaba y me comunicaba con ellos; mis
compañeros acudían a mí cuando les resultaba difícil comprender algo escrito en
esa lengua extranjera, o para comunicarse por escrito en ese idioma.
David presenció
todo eso, se sintió amenazado, la dolorosa conciencia de que ese amigo no era intelectualmente inferior a
él provocó una lesión narcisista, y dio lugar a la furia característica de esa
patología. Me levantó la voz en presencia de mis compañeros y cuando lo
confronté en su oficina, estando él y yo solos, intentó denigrarme, vejarme,
humillarme. Negó que estuviera tratándome mal y atribuyó mi percepción errónea
de ser objeto de maltrato a ser híper-sensible, y a mis complejos de
inferioridad. Esto se conoce como “añadir insulto a la injuria”, algo que yo no
perdono.
Unos días más
tarde presenté mi renuncia, el primer lunes de febrero de 1998. Ese primer
golpe inició una caída hacia un abismo, a la cual, no sé cómo sobreviví.
Comentarios
Publicar un comentario