No sé cuántas semanas han pasado, meses de hecho, en
que mi inmovilidad ha dominado mi cotidianidad en todos aspectos. Lo más que he
hecho es caminar con mi mascota, mi perrita Clara (que ha estado conmigo
durante los últimos seis años y cinco meses), y aparte de eso, solamente he
hecho lo que no puedo dejar de hacer, como comprar víveres para la casa, lavar
prendas de ropa, un mínimo de limpieza, etc. Me ha resultado difícil leer (he
retomado la obra de Erich Fromm, a quien considero un hombre brillantísimo, he
aprendido mucho de él). Incluso he dejado de entrenar en mi bicicleta de carreras
porque el agotamiento parece haber afectado mi metabolismo, pareciera como si
por momentos el nivel de glucosa en sangre fuera anormalmente bajo, como si
padeciera diabetes o algo parecido.
Mi realidad sigue siendo difícil por vivir con mi
madre, algo anómalo a mi edad, y durante los dos años que han transcurrido
desde que perdí mi empleo, ha aflorado la dolorosa conciencia de que ella y mi
padre psicópata intentaron destruirme, orillarme al suicidio (como sucedió con
el hermano menor de ella hace 42 años, a principios de abril de 1981) o al
menos arruinarme completamente. La autora de mis días vivió como una enferma
psicótica, su percepción de la realidad no era correcta, sucedía algo y su
percepción errónea le provocaba furia y la necesidad irrefrenable de manifestar
ese enojo lastimando a la persona a la que le había ocurrido algo
desafortunado. Frecuentemente, esa persona era yo y así fue siempre durante
muchos años, desde mi infancia hasta el inicio de la década de mis años 30s, en
que ella y mi padre me asestaron los golpes más devastadores (algo que habían
estado esperando hacer desde que llegué a este mundo) y casi me aniquilaron.
Sea como sea, sin poder comprender por qué, siento que
ya no queda mucho en mi existencia, pero no siento desesperación ni tristeza, y
extrañamente, parece anidar en mi psiquis un conjunto de ideas que tienen que
ver con justicia en lo referente a personas destructivas con las que me topé en
mi historia, que intentaron hacerme daño sin que yo les haya dado el menor
motivo, y hoy yacen destrozadas en charcos de sangre habiendo caído de muy
alto, arrastrado con ellas a sus copartícipes, individuos despreciables.
Hace dos semanas, más o menos, modifiqué los blogs que
he escrito durante los últimos 10 años, en que menciono a individuos que me
hicieron mucho daño, sin que yo les diera el menor motivo. Decidí hacer esto
porque me di cuenta de que estar al pendiente de la difusión de esa información
y el daño que ello acarrearía a las vidas de esos infames (lo cual sería justo,
muy merecido) me mantenía en una inmovilidad que me impide avanzar por una
senda de productividad que me permitirá conseguir la independencia
indispensable para romper con un pasado terrible y finalmente vivir en
plenitud. Titulé Levar Anclas ese
blog que comencé. Me sentía muy motivado para escribir en ese nuevo espacio, de
ser posible cotidianamente, pero el agotamiento físico, sentirme agobiado por
sentimientos difíciles de definir (como si vislumbrara un horror indescriptible
en un futuro cercano) e ideas recurrentes que tienen que ver con el culto a la
muerte (necrofilia, algo que no es una característica mía pero tampoco me
resulta del todo ajena) me mantuvieron inmovilizado, si bien, la obsesión que
dominaba mis pensamientos, ha disminuido, al igual que la furia que siento
contra un buen número de esas personas destructivas, algunas de las cuales he
sentido que valdría la pena ultimar.
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