Amanece, me levanto a una hora más o menos temprana., o por lo menos no
muy tarde. Salgo a la cochera y encuentro hierba arrancada de algún lugar donde
crece de forma natural, silvestre. Lo mismo había ocurrido ayer miércoles,
deduzco que mi madre es la autora de ese acto carente de sentido.
Miro un programa informativo en televisión, que
analiza la conferencia matutina del primer mandatario en mi país, de manera
objetiva, a diferencia de la inmensa mayoría de los comunicadores, que son un
montón de corruptos que faltan a la verdad de todas las maneras posibles, sin
el menor pudor. Yo llamo a esos individuos (de ambos sexos) “pirujos de la comunicación”.
Después de unos 40 minutos, aparece mi madre, me
pregunta a qué hora cené la noche pasada. Le respondo e inmediatamente le
pregunto por la hierba en la cochera. Ella me responde algo que refleja su
incapacidad para hacer raciocinios elementales, que la hierba iba a fracturar
una estructura de ladrillo (pequeña, de unos 20 cm de altura). Su respuesta me
hace sentir mal, pues representa un recordatorio de que esa mujer hizo equipo
con mi padre, el psicópata, para intentar destruir mi vida. Mi madre vivió como
una enferma psicótica, o como si estuviera loca de remate.
En otras circunstancias, sería fácil querer a una
ancianita de 81 años de edad, pequeñita, de figura grácil y rostro adorable.
Pero la redondez de su anatomía me trae a la mente el cuerpo deforme de una
mujer 26 años menor que mi madre que vive en las cercanías. He llamado puta a esa hembra porque durante años ha
mostrado actitudes de hostilidad extrema contra mi madre y contra mí (que somos
los únicos moradores en mi vivienda), manifestando desprecio por personas que
no viven en la opulencia. Esa hembra siente repulsión por quienes no viven
gastando mucho dinero, no hacen gala de una situación económica de privilegio,
no usan camioneta Town & Country (preferida por las mujeres) o Pick up
(favorecida por los hombres) o algún otro vehículo de precio muy elevado, de
alta gama.
Casi tengo la seguridad de que esa hembra inmunda con
aires de puta de burdel de mala muerte (la vecina) padece una psicosis, tal vez
esquizofrenia paranoide. Su esposo es el típico individuo amorfo. Sin tener
sobrepeso u obesidad, su anatomía refleja sedentarismo, sin una justificación para
ello; quiero decir, el tipo tiene tiempo y recursos económicos para practicar
un deporte o algún tipo de actividad física, para alimentarse correctamente,
etc., pero es el individuo típico que en lugar de convertirse en un ciudadano,
optó por convertirse en un consumidor. Igual que su inmunda cónyuge, el
reverendo pendejo se deja seducir por los automotores, incapaz de darse cuenta
de que su jodidez no va a disminuir rindiendo culto a un objeto fálico.
Esos vecinos son la clase de gente que no necesita que
nadie les haga daño, se arruinan a sí mismas. Por supuesto, están en todo su
derecho, pero el problema es el daño que le hacen a otros, algo abrumadoramente
frecuente.
Volviendo a mi madre, hace 25 años hizo equipo con mi
padre para asestarme el golpe más devastador de toda mi vida. Había pasado los
34 años transcurridos desde que nací haciendo equipo con mi padre para desahogar
contra su único hijo varón la furia que sentía por su difícil historia de vida.
En el verano de 1998 viajé a una ciudad fronteriza, a buscar empleo en la
industria maquiladora, algo que tardaría en llegar y yo necesitaría un mínimo
de ayuda para lo más necesario: alojamiento, alimento, etc. Mis padres
mostraron su naturaleza parricida (algo que no era nuevo), ahora de la manera
más flagrante y descarada.
Regresé a mi ciudad de origen con ayuda de la mujer
que era mi pareja —mi novia, que siete años más tarde pondría fin a su vida— y
me quedé solo, desempleado, muy enfermo (padeciendo un trastorno de
personalidad, patología muy grave y sin saberlo siquiera), sin atención médica,
etc. Mi madre dio a mi padre todos los elementos para que ese sádico intentara
aniquilarme, o como mínimo, arruinarme total y absolutamente.
Mi vida cayó a un precipicio.
La presencia de mi madre es un recordatorio cotidiano
de que el amor de los padres es casi siempre un mito. Es difícil no odiar a esa
mujer.
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