Malestar y enojo, furia intensa; escritura como catarsis

 

De pronto caí en cuenta que hoy es 27 de septiembre. Hace 57 años (en 1966) nació la mujer que me violentó de una manera terrible en ese empleo que desempeñé en una empresa fabricante de “medicamentos genéricos” durante seis años y tres meses.

No sé a ciencia cierta si esa hembra padecía una patología narcisista, pues sus facultades intelectuales sí eran muy altas, si bien eso se limitaba a lo técnico, específicamente a química, farmacia y biología. Por lo demás, mostraba limitaciones cognitivas comunes (bastante severas) en otras áreas del conocimiento como escritura (redacción y conocimiento del idioma), cultura general, e incluso en lo referente a raciocinios que parecerían elementales.

Ella identificó en mí un nivel intelectual poco común y lo expresó claramente cuando habiendo transcurrido tres meses (periodo de prueba) a partir de mi fecha de ingreso, mi contrato quedó como “de tiempo indeterminado”.

Esa mujer indecente y deshonesta, relataba con frecuencia (en voz muy alta) una vivencia de la época en que cursaba su primer año en la universidad, en que un maestro de química armó tremendo alboroto porque ella sacó la máxima calificación en esa materia, algo que ninguno de sus alumnos había conseguido en 25 años de su práctica magisterial.

Al cobrar conciencia de la violencia en que he vivido, desde mi más temprana infancia, del hecho de que muchas personas (en primer lugar mi padre, con complicidad y coparticipación de mi madre) me violentaron y luego me tacharon de desequilibrado, atribuyendo a mi ‘locura’ mi percepción de ser agredido, el dolor se recrudece, pues me percato que esos comportamientos están gobernados por una tremenda malicia, el deseo de causar el mayor sufrimiento posible, castigar al agredido y añadir insulto a la injuria.

Ese tipo de experiencias se dieron con otras personas, individuos del sexo masculino (a quienes evito llamar “hombres” por considerarlos maricas despreciables, cobardes que asumen posturas y actitudes típicamente atribuidas al género femenino) que también padecían patologías narcisistas y en varios casos, los efectos y consecuencias de sus vilezas me provocaron sufrimiento de tal intensidad (a lo largo de muchos años, en ocasiones décadas) que pusieron en peligro mi vida. Pude haber puesto fin a mi existencia, y esas agresiones y el sufrimiento que provocaron habrían sido parte del detonante.

La hembra en cuestión, directora del departamento de “desarrollo” en la empresa farmacéutica en cuestión, tenía tanto poder en la compañía, que verse encumbrada en la cima de una jerarquía podrida (como lo son casi siempre esas pirámides corporativas) deterioró su salud mental, hizo posible que descendiera al fondo de la indecencia, la inmoralidad y la deshonestidad, y movida por la ambición —ganar muchísimo dinero— puso en práctica la comisión de delitos en el desarrollo de productos farmacéuticos —en los que se veían obligados a participar un cierto número de los integrantes de ese departamento, desarrollo—, perdiendo de vista el riesgo que quebrantar la ley implicaba para ella y para la empresa misma.

Una vez hube sido despedido, se hubo consumado una enorme injusticia, sobrevino una debacle. No sé en concreto qué sucedió, pero puedo deducir que la hembra delincuente —que no necesitó a nadie para arruinar su vida— está en este momento privada de la libertad, prófuga, o posiblemente muerta o en estado vegetativo; algo que yo no lamentaría, pues ella incurrió en actos de vileza contra mí que revivieron en mi psiquis dañada las miles de experiencias dolorosas obsequiadas por el mayor de mis enemigos, mi padre.

Ese hijo de puta, el autor de mis días, era una amalgama de narcisismo grave, necrofilia —en el más amplio sentido de la palabra, incluso en la parafilia, prácticas sexuales con cadáveres– e incesto. Intentó matarme (provocando tanto sufrimiento psíquico como para que atentara contra mi vida) o en su defecto, arruinarme totalmente (mediante el abuso de sustancias, alcohol o drogas no legales). No lo consiguió, pero sí dañó mi psiquis, sus actos contribuyeron a dañar mi reputación en tal medida que el deterioro podría parecer imposible de revertir, y a provocar una patología muy grave que casi imposibilitó que me convirtiera en un hombre productivo, útil a la sociedad.

Ese sádico falló, se destruyó a sí mismo, y al descender al pozo de la perdición dejó tras de sí una senda vertical (caída libre) que otros antagonistas no pueden evitar seguir.

La hembra delincuente, su intocable narciso acosador marica (no homosexual) con su nubecilla de enamorados (copartícipes en la violencia laboral perpetrada en mi contra), con otros secuaces, caen al abismo. Morir será para todos ellos una dulce liberación.

Lo mismo sucederá con el megalómano que hace 25 años, en enero de 1998, exorcizó sus demonios, me agredió verbalmente de la manera más cobarde (arrojando la piedra y escondiendo la mano, como se dice coloquialmente) y añadió insulto a la injuria al responder a mi reclamo diciendo que él no me estaba violentando, que yo percibía eso por mis ‘complejos de inferioridad’. Ese día, el alfeñique firmó su sentencia de muerte, hoy padece un envejecimiento prematuro, ‘decrepitud acelerada’ y una crisis provocada por la dolorosa conciencia de que la trayectoria profesional que eligió, casarse y tener hijos, dejarse seducir por las jerarquías corporativas, arruinar su vida, en una palabra, tuvo como origen llevar en su conciencia la percepción de ser débil en extremo, a un grado que apenas lo libraba de una invalidez y en lugar de enfrentar esa carencia por medio de actividad, valor, se refugió en la cobardía y desarrolló un narcisismo grave, optando por imaginar que sus facultades intelectuales eran excepcionales.

Su cónyuge autóctona, inculta y analfabeta, de anatomía gruesa —repleta de adipositos, manteca— concibió con él tres hijos de fisonomía muy poco apreciada, del tipo que comúnmente es objeto de discriminación, y su presencia constituye un recordatorio muy doloroso de su inferioridad, término en extremo ofensivo que él obsequió a un “amigo” cuando le asestó una puñalada por la espalda.

El psiquiatra de características similares (incluso todavía más evidentes) vive el suplicio que implica haber encontrado lo que buscaba, habiendo atacado a un paciente que confió en él, pegándole por la espalda con intención de aniquilarlo o al menos arruinarlo.

Justicia en todos los casos. He mencionado unos cuantos, los más representativos.






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